Hace dos semanas, me fui de vacaciones: primero al verano de Carmelo en Uruguay y luego al invierno de Boston. En Carmelo, pasamos largas horas al lado de la pileta, mirando a los chicos saltar incansablemente al agua, salir y correr para hacerlo de vuelta. Jugamos a las cartas, leímos, y caíamos rendidos a la noche con la piel quemada y el pelo endurecido por la sal. Alrededor había familias parecidas a la nuestra, parejas mayores con sus sombreros y libros, y un clima distendido; lo que todos deseamos a fines de Diciembre: la nada misma, el ocio, el nirodha del calor.
Después nos tocó visitar a mi familia en las afueras de Boston y aterrizamos un día de lluvia helada. Desde el aeropuerto nos tiramos a la vorágine de Noche Buena, los saludos y abrazos, el banquete de comida, la cinta scotch y todo ese papel de embalar. Durante los seis días siguientes, pasamos de cenas a almuerzos, salidas de compras y reuniones con amigos. Generalmente cuando visitamos a mi hermana, me levanto a las 5 para practicar en un shala amigo, pero este año fue imposible por razones logísticas y mi práctica se redujo a lo mínimo indispensable. Cada tanto me escapaba a un rincón oscuro para hacer unos saludos al sol y quizás las posturas de pie. Cuando no había un minuto extra, me conformaba con la receta más breve: ekam, dve, trini. Tan solo eso disolvía un poco del halahala que fácilmente se acumula entre familiares en espacios reducidos. Aun un tercio de vinyasa, cuando las intenciones son claras, puede ser una bendición.
Un pediatra dijo que los viajes con hijos no son vacaciones sino “eventos familiares”. Ni hablar de las excursiones a Target para adquirir las bombachas y medias y zapatillas del año con chicos que quisieron hacer cualquier otra cosa. Pero pasamos la Navidad exactamente como queríamos: entre familia, pinos majestuosos, y cajas de Amazon. Volvimos a Buenos Aires exhaustos, contentos, con la piel tostada de Carmelo pero reseca del frío polar.
El lunes cuando llegué a la escuela de Acassuso, todavía sentía el cansancio del avión y el mareo del cambio de clima. En Boston es de noche a las cuatro de la tarde y al regreso nos desvelamos con el sol porteño. Cuando entré a la sala de práctica, me tomó por sorpresa su silencio, calma y dignidad. Después de dos semanas en ambientes tan distintos y repletos de personas, me había olvidado de lo que es estar en un espacio sagrado, un lugar que se dedica únicamente al sadhana y donde se acumula el tapas y dharana de centenares de personas. Me quedé pasmada unos segundos y luego pasé por todos mis pequeños rituales: la limpieza del el altar y la barrida del piso, la recolecta de las flores que caen cerca de la puerta y el cambio del aire con un poco de Eucasol. Sentí una vez más el privilegio de pertenecer a una comunidad de practicantes y el poder del lugar donde nos reunimos. Recordé como estos espacios vacíos nos recuerdan de la plenitud de quienes somos, la luz que está siempre presente en nosotros aunque nosotros no la tengamos presente. Yo podría haber sentido el mismo asombro y reverencia en el medio del tumulto familiar o en la pileta de Carmelo, pero me cuesta mucho más. La sala me señala lo que me falta aprender y que gratitud que le tengo. Chogyam Trungpa comparó famosamente el Ser con un cuarto blanco y modesto. Su belleza depende de su austeridad.
Ayer a la noche vinieron varios alumnos nuevos a la escuela y cuando los vi entrar, me preguntaba como la percibirían; tomé conciencia de las disimilitudes que mantienen a prakriti infinitamente diverso. Quien sabe lo que pensaban los practicantes de las paredes moradas, las fotos de Pattabhi Jois y la chimenea del altar. Yo percibí el lugar que siempre me devuelve la posibilidad de verme, de ver a los demás, de reconocer a los maestros que hallaron este camino. Vi el espacio vacío que me deja repleta, la generosidad permanente del silencio y su nobleza.
Los esperamos allí.