Ayer, la clase Mysore en nuestro shala estaba relativamente vacía, y parecía que iba a ser una de esas mañanas soñolientas que son más cansadoras que cuando el salón está lleno. Pero resultó ser una práctica extraordinaria.
En general, no sabemos mucho sobre la vida personal de nuestros alumnos, pero llegamos a conocerlos profundamente desde el silencio. Ayer, en cambio, yo conocía bastante a los que estaban en la sala: las historias detrás de sus cuerpos y los motivos detrás de sus lágrimas – las cuales resultaron ser abundantes.
Había alguien luchando contra la depresión, alguien que había perdido a su mejor amiga debido al cáncer antes de sufrir una lesión tremenda de cadera; otra persona lidiaba con la tercera pérdida de un ser querido [otra vez cáncer]; y un estudiante llegó con una radiografía de su hernia de disco. Entró a la sala con el temor que solamente un diagnóstico puede inspirarnos.
Los maestros más experimentados siempre les recuerdan a los nuevos profesores sobre el misterio inherente a los alumnos. Rara vez captamos lo que les está sucediendo en casa o en el trabajo; para respetar lo mucho que no sabemos sobre ellos es importante brindar a las personas autonomía y quietud mientras practican. De la misma forma, la mayoría de los practicantes no esperan lo reveladora que puede ser la práctica y cuan vulnerables podemos sentirnos. Las lágrimas son moneda corriente en la práctica Mysore y son entendidas como parte del proceso. A menos que alguien perturbe a otros practicantes con aullidos salvajes, la sabiduría tradicional nos dice que dejemos a la gente ser – no obstante–con compasiva discreción. Este es el principio básico de cualquier práctica contemplativa: observar como algo sube a la superficie, brindarle espacio, ser el testigo de su disolución. El campo donde transcurre este proceso se llama amor.
Como profesor, es duro ver a la gente sufrir. No es muy diferente a ser padres. Nunca olvidaré cuando Oli tenía tres años y un día lo busqué en el jardín; salió con la carita fruncida y me dijo: “Bruno no quiere ser más mi amigo”. Como madre o padre, uno no debe darle una paliza al compañerito de sala, y como profesor de yoga no podemos arreglar el matrimonio quebrado de un alumno. Pero podemos abrazar a nuestro hijo y recordarle a nuestro alumno que respire.
Gracias a Dios por esta práctica y su silencio: que podemos colocar una mano en una espalda temblorosa o recordar a los practicantes que abran sus pechos mientras se inclinan hacia adelante o que sientan sus talones firmes sobre el suelo mientras que levantan sus brazos al cielo. Estas acciones sencillas, dentro de la magia del asana, alivian los que pueden parecer inaguantables estados del cuerpo y la mente. Son gestos menores que pueden iniciar grandes cambios.
Ayer a la mañana todos estaban haciendo una práctica significativamente modificada, algunos por sus dolores físicos (la cadera, la columna, una cesárea mal recuperada) y algunos por su estado emocional (abrir el pecho para dejar entrar, por fin, un poco de luz). No era “Ashtanga Yoga Tal Cual Es” sino “Ashtanga Yoga Como Somos Realmente”. Me acordé de la práctica personalizada que Krishnamacharya desarrolló con fines terapéuticos para sus alumnos, así como de la evidencia consistente de que Pattabhi Jois daba diferentes secuencias de posturas a distintos estudiantes, dependiendo de sus desafíos personales, tanto físicos como mentales. Ayer en nuestra escuela, ese espíritu estaba vivo y vibrante, ayudando a la gente a soportar su dolor con gracia. Un amigo me dijo recientemente que Sharat Jois ha cambiado el foco de su enseñanza y ahora es “todo sobre caridad y terapia”. Este es el corazón de la práctica, o como dice Patanjali: maitri karuna muditopekshanam, sukkha dukkha punya apunya vishayanam bhavanatas citta prasadanam; cultivando actitudes de amabilidad hacia los felices, compasión hacia los desgraciados, deleite hacia los virtuosos, e indiferencia hacia los malvados, la mente mantiene su calma imperturbable. En otras palabras, a través de la bondad hacia los demás, encontramos la paz nosotros. Contemplar este sutra de forma abstracta no nos va a transformar, pero la práctica diaria lo puede convertir en nuestra realidad. Con el tiempo, siento que doy clases para mi propio bienestar y practico por el bien de mis alumnos.
Puede parecer algo loco hacer esta práctica: dar el presente una y otra vez, a pesar de las complicaciones del trabajo, de los hijos, del tiempo y del agotamiento. No solamente nos paramos (casi) todos los días sobre el mat para hacer algo difícil y a veces doloroso (no necesariamente en lo físico), pero también exponemos nuestras partes más vulnerables a desconocidos. Ponemos nuestro bienestar en las manos del profesor. Confiamos cuando estamos tentados de meternos en la cama y apagar la luz.
Me sentí honrada de estar entre aquel grupo extenuado en lo que Yeats llamó la “tienda de trapos y huesos del corazón”. Esa es la mejor definición de una clase Mysore que pude encontrar. Fue un gran aprendizaje estar parada entre estos practicantes, viéndolos levantar sus brazos en un bello y lento arco o dejar caer sus rodillas en chaturanga o modificar una postura hacia una irreconocible forma; solo quedaban su respiración y su intención. No pude evitar pensar en el discurso del día de San Crispín que Enrique V brinda a los soldados que están en desventaja seis a uno y enfrentándose a una muerte inminente:
“We few, we happy few, we band of brothers;
For he to-day that sheds his blood with me
Shall be my brother; be he ne'er so vile,
This day shall gentle his condition;
And gentlemen in England now a-bed
Shall think themselves accurs'd they were not here,
And hold their manhoods cheap whiles any speaks
That fought with us upon Saint Crispin's day.”
“[…] el recuerdo de nuestra pequeña tropa, de nuestra feliz pequeña tropa, de nuestro bando de hermanos,
Porque el que vierte hoy su sangre conmigo será mi hermano; por muy vil que sea, esta jornada ennoblecerá su condición, y los caballeros que permanecen ahora en el lecho de Inglaterra se considerarán como malditos por no haberse hallado aquí, y tendrán su nobleza en bajo precio cuando escuchen hablar a uno de los han combatido con nosotros en el día de San Crispín. “
Dentro de la tradición del yoga y su énfasis sobre la no-violencia, estamos sorprendentemente familiarizados con la metáfora de la guerra. El Ramayana describe una lucha espectacular con un demonio de diez cabezas y el Bhagavad Gita ocurre en un campo de batalla, pero a través de nuestra práctica comprendemos que estos poemas épicos se refieren a nuestra batalla interior. La sangre que derramamos en la práctica Mysore es el sudor de nuestro tapas, soplamos la trompeta de caracola de nuestra propia respiración, nos ponemos de pie por lo que creemos en nuestras vidas cotidianas y aprendemos a pasar a la acción, y cuando nuestras bocas están resecas y nuestros cabellos de punta, nos arrodillamos ante nuestros maestros y solicitamos su guía. Cada día, esta práctica enaltece nuestra condición.
La camaradería que el rey Enrique busca promover en sus soldados es muy fuerte en una sala Mysore. Podemos no conocer mucho sobre la gente que tenemos enfrente, pero cantamos con ellos, nos recostamos a su lado y desvelamos nuestros corazones entre ellos todos los días. Nos conmueve profundamente pertenecer a esta desgarrada banda de hermanos y hermanas, nuestra pequeña tropa, nuestra pequeña tropa Mysore, sabiendo que mientras muchos permanecen aun en sus lechos, nosotros permanecemos unidos en Samasthiti.