Richard Freeman y Mary Taylor
Tuve la suerte de compartir una cena con Richard Freeman y Mary Taylor durante su primer tour de Argentina y Brasil. Después del seminario que ofrecieron en San Pablo, una practicante (y cocinera famosa, Neka Menna Barreto) preparó un festín para los yoguis célebres. Sin saber quién era, había asistido a Neka durante el workshop y admiré su claro autoconocimiento y cuidado propio. Un poco más grande que los rockstars tatuados de la primera fila (sí, en el yoga también hay un front row), Neka se quedaba en el fondo del salón y hacia posturas restaurativas cuando estaba cansada. En lugar de usar calzas y un corpiño ajustado, Neka vestía remeras qua había cortado a su medida y pantalones de algodón que la acompañaban libremente.
Camino a la cena, mi amiga paulista Andrea dijo que Neka era increíble; en mi experiencia los brasileños tienen una tendencia a exagerar un poco (véase el teatro de la selección de fútbol) pero también tienden a ser increíbles de verdad (véase la selección de fútbol). Pero cuando entramos a la casa de Neka, me quedé sin aliento. Cada superficie estaba decorada con algún tipo de objeto bello o utilitario: prensas, molinillos, piedras de río que llenaban la pileta de la toilette, una suerte de araña hecha de copas de vino, ramas y musgo que sobrevolaban la mesa. Deidades diminutas esperaban delante de cada plato y nuestros cubiertos descansaban sobre chauchas secas que brillaban con el lustre de chocolate fundido. En el centro de la mesa, una la palabra “silencio” estaba bordada en amarillo sobre una hoja. Nos sentamos, aún atónitos ante el entorno, y yo quedé al lado de Richard (una situación remarcable por sí sola). Cuando Neka nos sirvió el primer plato, palmitos horneados dentro de su propia corteza, Richard contempló su plato y suspiró, “Ah, el contexto”.
El contexto es una de esas cosas que a veces nos olvidamos de apreciar, sobre todo cuando es muy familiar. De la misma manera en que nuestras vidas se expanden cuando probamos cosas nuevas, pueden atrofiarse dentro de los bordes de lo cotidiano. El camino que tomamos todas las mañanas deja de ser una vía de curiosidad y se reduce a un túnel estrecho: así es que mis hijos van al colegio y después yo sigo al trabajo. Izquierda, derecha, semáforo, ya. Nuestras casas, oficinas, vínculos, hijos y cuerpos físicos ofrecen el contexto continuo en el que vivimos, pero de a ratos dejamos de observarlos a ellos (y a nosotros mismos) con interés genuino. Después de llevar a mis hijos al colegio por las mismas calles durante tres años, “descubrí” una serie de plantas extrañas que florecen en una perfecta serie, de menor a mayor, como si fueran una foto de time-lapse. Pero por supuesto, siempre habían estado allí y simplemente no las había visto.
Cada tanto, las cosas cambian. Tomamos un camino diferente y de repente esa diferencia nos conduce a un lugar inesperado dentro nuestro. Sin querer, nos topamos con algo extraordinario: un barrio que no conocíamos, un amigo que no hemos visto en veinte años; al salirnos del marco de la normalidad, se despiertan todos nuestros sentidos o pensamos en cosas que habíamos olvidado durante décadas. Sentimos el aire que recorre nuestra cara, los detalles de la esquina donde estuvimos charlando. De repente el día es especial. Menos felizmente, el contexto se puede convertir en algo terrible sin aviso: la salida al supermercado que termina en un accidente o, en vez de sentarnos a comer, salimos volando al hospital.
Hace poco, pasé uno de esos días extraños, aunque no termino de saber si fue placentero o molesto, kliṣṭa o akliṣṭa. Me tomó por sorpresa, aunque estaba todo planificado y previsto. Después de semanas de preparativos, me encontré en la casa de mis padres en Carolina del Norte (donde siempre paso el mes de julio) pero sin mis hijos o mi marido (quienes siempre están conmigo). Por primera vez, nuestra hija había ido a una colonia de vacaciones donde se quedaría a dormir durante diez días, y la extrañaba con el dolor físico que solo los hijos pueden provocar. Todas las noches, miraba una por una las fotos que subían a la página web de la colonia, como si mi vida dependiera de ellas. Durante los primeros días de su ausencia, estaban mi marido e hijo y la vida parecía seminormal. Todavía tenía gente a quien cuidar y ante quien responder; pero según lo que habíamos arreglado, Juan y Oli se fueron de viaje juntos a Nueva York para una aventura de varones. Y así fue que, un viernes por la tarde, Juan y Oli estaban en un avión sin mis poderes mágicos para sostenerlo en el aire. Justi estaba en el bosque haciendo vaya a saber qué, acorralada por garrapatas y extrañitis y chicas malas de las cuales me imaginaba hasta el brillo de sus dientes perfectos. No solo había perdido el control sobre la vida diaria de mis hijos, sino que no tenía de quien ocuparme, ninguna misión clara para llenar mis días. No estaba yo de viaje sola (una sensación de libertad que adoro) estaba sola y rumiante en el vacío familiar, así de blanda y expuesta como el palmito brasileño, pero sin el tronco que lo recubre.
Esta sensación fue extremadamente incómoda, parecida a esos momentos durante las primeras siestas de Oli cuando era bebé: “¿Qué hago primero? ¿Mirar mails? ¿Practicar? ¿Intentar dormir yo? ¿Cocinar? El deseo y la incertidumbre me inundaban, haciendo cortocircuito en mi sistema nervioso. Me acuerdo de hacer un poco de todo durante esos minutos preciados de autonomía hasta caer en un agotamiento caótico e insatisfecho. Esto se repetía todos los días hasta que logré crear un contexto nuevo: ok, el bebé está dormido, va a volver a pasar, es normal, no importa lo que hago porque cualquier cosa es mejor que correr como una loca por toda la casa.
Durante mi primera tarde sola en Carolina del Norte, reboté por la casa, tratando de calmar la ansiedad burbujeante en mi pecho. Reconocí la cualidad de este miedo (como una persona ansiosa, mis miedos tienen miles de tonalidades), como el que tuve en un viaje que hice hace muchos años. Había ido a Italia para visitar a mis mejores amigas que viven en Europa y justifiqué el gasto y el hecho de dejar a mis hijos porque ellas me habían invitado. Yo respondía a supedido, no a mi propio impulso. Después de superar la culpa inicial de hacer algo tan espectacular, disfruté de cada segundo. Al final del viaje, cada una de mis amigas volvió a sus familias y obligaciones, pero yo me quedé dos días más para practicar en el estudio de Lino Miele en Roma. Si había cruzado el mundo, ¿por qué no aprovechar absolutamente todo? Fue en ese momento que todo se volvió un poco raro. Sin el contenedor firme de mis amigas y su deseo, tuve que lidiar con el mío. Estaba sola, suelta en un lugar extraño sin ninguna tarea impuesta o rol a cumplir. Pasé un día entero a la deriva en los jardines del Villa Borghese, flotando como un globo sin dueño. Fue maravilloso y alarmante. Me sentí tan viva, tan desconectada de la piola que me ampara en lo habitual.
Por más bien que nos haga, la práctica contemplativa nos puede escudar de este tipo de vulnerabilidad. El contenido de nuestras mentes puede resultar alarmante mientras nos sentamos en meditación o cuando estiramos nuestros cuerpos o respiración en āsana y prāṇāyāma, pero todavía queda una estructura, un marco para nuestra existencia: “Estoy meditando porque me hace bien. Esto es lo que hago todos los días. Sigo las indicaciones de mi maestro o guía. Giro el hombro y activo mulabandha”. Otra cosa es poner un pie en el aire, dejando la cornisa de la experiencia habitual, aun si parece igual de inocuo que pasar un fin de semana sin tu pareja e hijos (que puede ser una muy buena idea).
El mismo día en que Juan y Oli se fueron a Nueva York, mis hermanos y yo participamos en una reunión con mis padres y su abogado para hablar de su testamento y que sucederá con el terreno donde viven. A diferencia de sus propios padres, los míos están tratando de ordenar sus asuntos antes de sufrir una crisis de salud. Están por cumplir ochenta años y están saludables, pero sienten “la carroza del tiempo” correr tras sus espaldas. Esta no es conversación fácil o placentera. Requiere el uso de sustantivos y verbos fúnebres una y otra vez: primero en morirse, segundo en morirse, en ocasión del fallecimiento de, etc. Mis padres viven dentro de un trecho virgen de ochenta acres de bosque. Han construido dos casas sobre su periferia, una para ellos y otra para nosotros, sus hijos. Compraron el terreno en una subasta y por muy buen precio. Han dedicado los últimos veinte años a cuidarlo, limpiando los arroyos, creando senderos y cultivando un jardín de plantas nativas cuya forma parece orgánica y suavemente articulada, algo así como el movimiento fluido de un practicante avanzado de yoga.
Me acuerdo de caminar hasta el sitio donde planificaban la construcción de la primera casa, sin poder entender cómo harían un lugar habitable de esa maraña verde. Pero lo han hecho, dos veces, cavando caminos delgados entre los árboles y creando arquitectura que convive armónicamente con el paisaje. Estas casas son el corazón de nuestros veranos en familia, el lugar donde compartimos cenas largas y lentificamos la velocidad de la vida moderna. El lago y los senderos alrededor marcan hitos en las vidas de nuestros hijos: dónde caminaron de la mano por el agua, esa vez que se cruzaron con ciervos y huyeron despavoridos, la primera tarde que atravesaron el lago con bracitos flotadores. Todos los años, mis padres hacen algunos cambios, instalando un banco de madera debajo de un árbol favorito, escondiendo una placa con una cita de Shakespeare entre helechos, dejando un cerco que nos ayuda a no perder tantas pelotas de fútbol entre los árboles.
Cuando dinamitaron el sitio de la primera casa, hace más de dos décadas, distribuyeron las piedras que quedaron por distintas partes de la propiedad. Uno de esos pedazos gigantes de granito, que mis padres nombraron “whale rock”, ahora está tan recubierta por musgo y liquen que parece haber descansado allí desde centenares de años. Ahora mis padres están trabajando sobre un sendero nuevo, abriendo espacios para caminar entre rocas antiguas. Cada mes, mi madre esconde figuritas para sus nietos en una búsqueda continua de tesoro: hay tortugas de bronce, pajaritos de cerámica, ranas que meditan, cigarras con alas pintadas. El paisaje que rodea la casa de mis padres no representa su “trabajo” sino quienes son, todo lo que aprecian (cada planta, piedra y rama), y sus creencias más profundas (que la naturaleza es sagrada e infinitamente generosa). Cuando un incendio amenazó con quemar su edén, supe que semejante pérdida los mataría. Pero ellos y el bosque perduran, bellos y complejos en su plenitud.
Nuestras conversaciones con el abogado tocaron la posibilidad eventual de vender esta tierra cuando ellos se mueran. Duele contemplar nuestras vidas sin ellos, pero me resulta más duro aun entregar su huella terrestre. Son inseparables de este bosque. Me imagino estar del otro lado del lago para mirar los árboles que esconden su casa en verano. Trato de imaginar de esa vista, sabiendo que otra familia vive allí, que un extraño pasa por whale rock y que ya no es “nuestro”. Esta visión me parte como un cuchillo bien afilado.
Mis padres nos han pedido que protejamos la tierra legalmente, limitando su potencial desarrollo inmobiliario para siempre. Al principio, mis hermanos y yo discutimos sobre este tema, con la esperanza de poner en práctica los deseos de mis padres sin un documento legal. Hemos tratado de entender la perspectiva de mis padres, de abrazar su pasión por cuidar áreas verdes como parte de su legado. Del otro lado, es fácil reducir sus deseos al anhelo de la certeza ante la inexorabilidad de la muerte: el bosque eterno que supera la fragilidad humana. En el contexto del cambio climático, es desafiante imaginar qué perdurará, qué defina lo seguro y cuál es nuestro legado como seres humanos. Ya hemos experimentado la vulnerabilidad de su terreno al fuego, y la volatilidad (pandemias, regímenes autocráticos, huracanes) del mundo realza cada vez más la transitoriedad como nuestra única certeza.
Sentada en la mesa con mis padres y el abogado, nos preguntamos cual es la mejor decisión y cuál es la lección real. ¿Confiar y esperar? ¿Crear estructuras legales? ¿Necesitamos un límite externo o podemos permitir que las cosas se desenvuelvan por su cuenta? Los testamentos dejan poco espacio para la filosofía.
Como practicante del Aṣṭāṅga Yoga, este nudo familiar me hace pensar en el parampara y el desastre de su linaje en torno a la conducta abusiva de Pattabhi Jois. La veneración fácil e irreflexiva de nuestro Guruji ahora es un campo minado con líneas que se dibujan en arena movediza. A raíz del testimonio de varias mujeres practicantes, Jois pasó de ser un santo a representar un símbolo de controversia. Su foto ya no cuelga en ciertos estudios o se mantiene presente como toma de partido. Hasta su instituto KPJAYI (K. Pattabhi Jois Ashtanga Yoga Institute) ahora se llama Sharath Yoga Centre (el nombre de su nieto y heredero). Toda la certeza y ortodoxia que custodiaba nuestra escuela (como un documento legal que protege un bosque) ahora está en veremos. Algunos se han atrincherado en la escuela de Mysore como única fuente de legitimidad. Otros cuestionan todo lo que se consideraba un hecho sobre la práctica y sus maestros. Todas esas reglas inviolables (no puedes hacer segunda serie si no haces drop-backs, la práctica guiada obligatoria todos los viernes, práctica y todo vendrá, la familia Jois es inmaculada y sacrosanta) ya no parecen tan firmes. O quizás algo de todo esto siga vigente. Ya no estamos seguros. ¿En quién confiamos? ¿Por qué? ¿Cómo?
Los mandatos dejan poco espacio para renegociar términos nuevos, reconsiderar los antiguos y seguir aprendiendo; pero también nos interpela el traspaso de algo precioso de una generación a otra sin garantía de cómo se cuidará. Si no establecemos pautas claras y explícitas, ¿quién está al mando? ¿Quién merece esta responsabilidad? Según mi entendimiento, uno de los significados del parampara es la transmisión directa de padre a hijo (siempre lo tradicional ha sido en masculino). El debate sobre la autorización y la autenticidad se ha vuelto más complejo a la luz de las indagaciones sobre la autoridad moral de la dinastía Jois. Pero perdura esta pregunta urticante: ¿quién cuida el conocimiento? ¿Quién es un charlatán y quién tiene la posta? Parampara implica un enlace directo: un maestro o maestra con un discípulo o discípula. Pero aun en las mejores condiciones, con contacto y enseñanzas directos, las cosas se pueden volver confusas y distorsionadas. Abundan ejemplos de herederos de distintos linajes que crean wild, wild country.
Mis hermanos y yo conocemos a nuestros padres muy bien. Somos expertos en su campo. Compartimos historia, sangre y los mismos ideales. Pero siempre está la posibilidad de que nos chiflemos y pongamos un parque de diversiones sobre los ochenta acres. O quizás las debacles climáticas y políticas nos obliguen a vivir allí y cultivar la tierra para sobrevivir. Con suerte, las cosas no serán tan extremas y podremos respetar los deseos de nuestros padres y atesorar este bosque durante varias generaciones. El presente y el porvenir dependen de los vínculos humanos, de nuestra capacidad para escuchar con compasión y de mantener una mente abierta (está claro lo que desean mis padres) así como la fuerza para confiar en quienes amamos sin papeles y certificados (como hijos, está claro que defenderemos sus valores). No podemos saber lo que el futuro aguarda y todo apunta a su imprevisibilidad. Pero podemos mantener nuestros corazones permeables y suaves. Este reto pide contemplar conceptos que nos pueden parecen insólitos o aceptar verdades incómodas sobre quiénes veneramos y quiénes somos como herederos. La pandemia del coronavirus y la crisis climática nos obligan a reconsiderar los fundamentos de nuestra forma de vida y cómo podremos sobrevivir como especie. Por fin cae la ficha de que “yo” es insostenible, dejando a “nosotros” como la verdadera realidad.
Cuando escuché a mis padres hablar sobre los ochenta acres y su visión para el futuro, tuve que enfrentar mi falta de curiosidad sobre el bosque que aman. Nunca he explorado mucho más allá de los senderos cerca de nuestras casas y, por más valor teórico que le haya adjudicado, nunca la consideré una realidad que me tocaba explorar. En lugar de una herencia profunda, he etiquetado este pequeño reino de biodiversidad, animales, insectos, flora y fauna como una pertenencia o un objeto, algo vital para mis padres pero no para mí. También he resistido la pasión de mis padres por preservar espacios verdes legalmente porque complejiza mi agenda personal (mantener todo más fluido para que podemos saber qué hacer cuando llega el momento). Para ser su parampara, tendré que indagar más sinceramente, tanto en esta tierra como en los deseos de mis padres. Si soy honesta, esta tarea me incomoda. Requiere pensar a largo plazo, lo cual nunca es fácil o sencillo. Como cuidar un planeta. O participar en un linaje que recorre miles de años. Si vamos a honrar nuestra tradición como practicantes de yoga, vamos a tener que extender nuestra curiosidad más allá de los últimos cien años en Mysore. Si vamos a sobrevivir como especie humana, vamos a tener que estudiar cómo nuestra vida cómoda genera tanta destrucción.
Esa noche en San Pablo, dentro del terreno sagrado y único de la casa de Neka, no probamos la corteza del palmito sino el centro de su corazón. Antes de empezar a comer, Neka nos mostró como hacer un pozo dentro de las fibras del vegetal y rellenarlo con aceite de oliva hasta que el líquido dorado haya inundado todo el plato. En el pasado, los palmitos se sacaban de un árbol que se talaba entero para extraer el centro preciado; pero Neka nos explicó que nuestra comida vino de pequeñas ramas que se cultivan sin dañar el árbol principal. Este es un método nuevo, claramente más sostenible y ético que la técnica tradicional.
Hacemos lo mejor para cuidar qué y a quien amamos, pero siempre llegará el día cuando la seguridad de nuestro contexto habitual se caiga y nos sintamos perdidos y expuestos. En ese momento, nos toca volver a la mesa, mirar a quien la comparte y recordar que su corazón es así de vulnerable y desnudo. Esa mesa puede ser la de nuestra cocina o puede expandirse hasta incluir el mundo entero. Estamos todos juntos en este baile, sea un linaje, una familia o una biósfera. Los procesos y los vínculos que cultivamos pueden llevarnos hacia adelante y hacia el fin. Nos toca elegir.