La última noche que Ty Landrum se quedó en mi casa, Justina pidió que yo contara la historia de cómo lo conocí a su padre, Juan. A lo largo de la semana que Ty pasó con nosotros, tuvimos la oportunidad de hablar en profundidad y yo ya sabía como él había conocido a su mujer. No me dio pudor compartir algo tan personal, pero el contexto de su atención me cambió el relato, como si antes nunca hubiera comprendido lo que pasó.
Lo conocí a Juan Mora durante una obra de teatro que hicimos juntos en nuestro primer año de la universidad. El director usaba Levis negros, una campera de cuero y el seño fruncido. Durante tres semanas nos pidió que hiciéramos ejercicios corporales misteriosos, nada que ver--me parecía en ese momento--con el teatro, la obra o el sentido común. Yo me había presentado para el casting porque un chico que me gustaba lo iba a hacer. Pero el chico no quedó y yo sí. Así fue que me encontré haciendo cosas rarísimas con gente que no conocía en un sótano frio del campus en invierno.
Juan era la única persona del elenco que conocía de nombre, pero nunca habíamos intercambiado una palabra. Era “el chico argentino” que usaba un poncho negro y entregaba tarde sus parciales, pero le iba bárbaro porque sus profesores lo amaban. En retrospectiva, esta información era reveladora.
La tarde que cambió mi vida fue oscura y helada, ya de noche a las 4 de la tarde. Afuera nevaba y hielo sepultaba las veredas. Adentro de la sala de ensayo, el director nos dio otra tarea incómoda y enigmática. Nos pidió que eligiéramos un objeto en la habitación y que caminara hacia él con un paso lento y deliberado: mucho foco en el cuerpo y sus ritmos, atención en la mirada. El plazo para el ejercicio era de 20 minutos. Otra vez este loco con sus bizarreadas, pensé. ¿Cuando vamos a leer el guión?
Con mi gran imaginación, elegí una fisura en la pared y emprendí un paso extremadamente despacio en esa dirección. Se aquietó la habitación y solo se escuchaban los crujidos del piso debajo del andar glacial de mis compañeros. El silencio nos envolvió. Del otro lado de las ventanas negras, hasta se escuchaba la nieve.
En esa etapa de mi vida, yo era atleta y estudiante. Jugaba al fútbol de forma competitiva y desafiaba mi cuerpo al máximo. Era el 10 del equipo y los entrenadores jodían que todo su presupuesto iba a mis lesiones. Después de un partido, me sentía realizada con tierra entre los dientes y moretones en las rodillas. Fuera de la cancha, pasaba todo mi tiempo entre libros, tejiendo ideas y escribiendo poesía. O soñaba o sangraba y una vez por mes me lavaba la ropa.
Pero ese día, me sucedió algo nuevo. Algo radical. Mientras levantaba un pie en cámara lenta, me recorrió una sensación extraña, como si todos mis sentidos y mis pensamientos se encauzaron en una misma dirección: unidos en el silencio. Éramos 20 personas en una sala chica, pero solo se oía la respiración. Olas de concentración penetraban el aire, que se densificaba con cada segundo. Yo estaba presente, pero mi mente no se movía. Sentía cada centímetro de mi cuerpo, pero sin dolor.
De repente, mi equilibrio se alteró y me pesaba el lado izquierdo. ¿Me estaría pasando algo? ¿Parálisis? ¿Un derrame? (sí, ya a los 19 ya era hipocondríaca). Dejé de moverme y entendí que no me estaba muriendo sino que había alguien atrás mío y que ese alguien estaba sosteniendo la perla que colgaba de mi aro izquierdo. Sentí su aliento en mi nuca, el zumbido de su presencia a mis espaldas y el calor que emanaba de su mano. Estaba muy cerca, bien adentro del “espacio personal” que norteamericanos como yo consideramos nuestro derecho de nacimiento. ¿Quien, me pregunté con asombro, tenía por detrás?
Ese alguien, hombre o mujer, había llegado muy rápidamente a su destino, y así fue que nos tuvimos que mover juntos, yo enrarecida y eléctrica, durante 15 minutos. Rezaba que no era Juan el puertorriqueño con los dientes malos y la risa demoníaca que me venía dando charla en los recreos. ¿Quien será? Sentía la intensidad de su concentración en la perla y el ritmo de sus inhalaciones. Exhalaba cuando pisaba con un pie e inhalaba cuando levantaba el otro. Al poco tiempo, respirábamos juntos. Mi propia percepción se agudizó en todas las direcciones, como si alguien hubiera subido el volumen de mis sentidos. El tiempo se disolvió, y el presente se ensanchó alrededor nuestro. Era terrible, pero no quería que terminara.
Escuché la voz del director para marcar el fin del ejercicio y el peso sobre mi oreja desapareció. Durante un largo segundo, no me pude mover, pero cuando tomé coraje y me di vuelta, vi la cara resplandeciente y ruborizada de Juan Mora. Desde entonces, lo amo.
Siempre disfruto de relatar esta historia porque me parece poética y tierna, pero cuando se la conté a Ty, me di cuenta de que ésta fue nuestra primera práctica contemplativa—y no solo como nos enamoramos; desde ese núcleo se generaron nuestras futuras vocaciones de enseñar yoga y meditación, de ser marido y mujer, padre y madre: todas estas realidades florecieron desde una experiencia de dharana y pratyahara, mudra y pranayama. No solo tiene sentido en quienes nos convertimos sino que siempre fuimos esas personas, y todos podríamos ser esas personas—si nuestro contexto es generoso y consciente.
El último día del workshop de Ty Landrum, alguien le preguntó que rol ocupan las prácticas de pranayama y de meditación dentro de la tradición del Ashtanga Vinyasa, tal como la enseñó Pattabhi Jois. Ésta es una muy buena pregunta. Ty respondió que todas estas prácticas comparten la misma forma interna: de observar con compasión lo que surge adentro nuestro y, al darle un espacio sin juicio o rótulos, para así dejar que se disuelva. Lo que queda es nirodha, Brahman, lo divino. Tanto Ty, como su maestro Richard Freeman, enseñan la importancia de experimentar todas estás practicas (asana, pranayama y meditación), igual que el canto de mantra, y las practicas de mudra, bandha y kriya. Pero también ellos nos recuerdan de no caer en la trampa de creer que una técnica sea mejor que otra, que bhakti yoga es más puro que jñana, o karma yoga más noble que raja. Si hiciéramos cualquiera de estás prácticas con nuestra atención completa y con el corazón totalmente atento, nos encontraríamos en el paraíso de la verdad. Tvam eva pratyaksham brahmasi, dice el canto védico: eres el brahmán visible…
No dentro de 20 años o cuando hagamos la 4ta serie como Ty—ahora, ya.
Al contar la historia de cómo me puse de novia a los 19 años, recordé que cada instante nos tiende la oportunidad de enamorarnos de lo que está ocurriendo, de quienes tenemos al lado, de quienes somos. Fundirnos en este proceso es el camino del yoga, o como diría Richard Freeman, el camino sin camino del amor. Ty y Richard nos enseñan que el corazón de nuestra práctica es el vínculo en sí: entre devoto y maestro, mente y respiración, inhalación y exhalación, prana y apana, Boulder y Buenos Aires, hasta entre Julia y Juan.
Ese día en la sala de ensayo, descubrí al amor de mi vida, pero fundamentalmente descubrí el amar. Nadi shodhana o el Yoga Chikitsa no son las técnicas que nos transformarán verdaderamente. Nuestro asana, mudra y mantra es el corazón abierto. La magia no fue en como Juan me tomó el aro o en la alineación de su muñeca. La magia entre nosotros surgió del silencio y la atención, la presencia en el cuerpo, y la suspensión de nuestras ideas condicionadas. Así nos pudimos ver claramente y en ese yoga hemos podido vivir durante 24 años (con todo el halahala que surge del deseo, pero con la dicha también).
Todos los vínculos incluyen un riesgo, la apertura que nos pide la vulnerabilidad. Juan tomó un gran riesgo cuando agarró la perla de mi aro, tanto como Ty asumió otro cuando cruzó el mundo para venir a Buenos Aires, tanto como ustedes los practicantes cuando se entregaron a sus manos en la sala Mysore. Pero la recompensa es tan grande y siempre, aunque heridos, sabemos que vale la pena arriesgarnos al yoga verdadero.
Gracias Ty, gracias Richard Freeman y Mary Taylor, gracias Juan Mora, gracias a quienes cuidaron a mis hijos y gracias a todos ustedes los practicantes que nos acompañaron durante esos 5 días en el camino sin camino del amor.